En Alemania, cuyo gobierno de socialdemócratas y verdes inspira distintos avances sociales que se producen en España, cualquier persona en paro menor de 55 años puede perder sus subvenciones por desempleo si rechaza dedicarse a la prostitución.
La explicación es sencilla: legalizada desde hace dos años, la prostitución es como cualquier otra faena; quien desdeñe la oferta de un burdel demuestra que no quiere trabajar y pierde los derechos laborales.
Los rufianes son ahora probos empresarios que seleccionan su personal en las listas de desempleados. A uno de ellos le gustó una muchacha de 25 años, informática en paro. Le ofreció su prostíbulo. Como rechazó la oferta, la chica perdió las prestaciones sociales.
Las prostitutas pagan impuestos y seguridad social. Como cualquier trabajador, cobran el desempleo. Pero solo por baja laboral, porque la actividad no puede dejarse por razones morales: la meretriz que desee recuperar la dignidad y decida no comerciar con el cuerpo pierde los derechos tan duramente adquiridos.
Con cinco millones de alemanes en paro, calculemos que por lo menos medio millón de chicas y chicos pueden ser atractivos para los proxenetas. Si rechazan la trata que les ofrecen, los rufianes pueden denunciarlos a la Seguridad Social. Que estudia, además, premiar a quienes demuestren que los parados subvencionados no quieren trabajar.
Estamos en tiempos en los que la relatividad cultural hace todo aceptable, incluyendo la prostitución como actividad ejemplar, la poligamia o lo cualquier otra indignidad. Vender el cuerpo no es ser víctima de una explotación, sino tener un trabajo digno, como cualquier otro.
En España ya hay sentencias judiciales que exigen a los proxenetas la regularización de las prostitutas a las que explotan. Parece lógico. Y también que todos nos hagamos rufianes: pronto, el Estado proxeneta nos pagará comisiones por denunciar a quienes rechacen vender sus cuerpos.