Digámoslo claramente: el Convenio de Kyoto sobre el cambio climático obedece a un iluso espíritu quijotesco que le promete al mundo una ecológica y habitable, pero imposible, ínsula Barataria.
Apliquémosle el sentido común a ese espíritu kyotesco. Para ello son innecesarios los estudios científicos sobre el CO2 que desprenden las centrales productoras de energía, los automóviles o los aviones.
Hay una ley inquebrantable: la humanidad consumirá cada día más energía contaminante para mejorar su calidad de vida. Con incrementos exponenciales en países de gran crecimiento económico, especialmente los más poblados del planeta: China y la India.
Luego, si es cierto que el CO2 es la causa de un supuesto cambio climático, toda esperanza de evitar su incremento es una quimera: cada día se demanda y consume más petróleo, gas y carbón, y éste es un fenómeno incontrolable.
Veámonos a nosotros mismos: gracias a esos contaminantes gozamos de una calidad de vida que nunca tuvieron nuestros pobres antepasados. Consumimos ingentes cantidades de energía con nuestro automóvil, cocina o lavadora. Y no vamos a renunciar a ellos.
Pues el ochenta por ciento de la población mundial que no tiene esos artilugios desea poseerlos también, lucha por conseguirlos, y tarde o temprano los alcanzará, si antes no ha desaparecido la vida del planeta, como afirman los apocalípticos milenaristas contemporáneos.
Solo hay una forma de energía que emite cantidades despreciables de CO2, que puede responder a las demandas crecientes de la humanidad, y que no es un parche como las energías alternativas: la nuclear, ¡vade retro!.
Francia produce ya con centrales nucleares el 80 por ciento de la electricidad que consume, pero con ese espíritu kyotesco tan suyo, Zapatero asegura que tal energía desaparecerá de España en veinte años. Vale, pero como no invente algo, menudas miserias nos hará pasar.