No hace ni treinta años que cualquier empresario, trabajador o intelectual español soñaba con establecerse en Barcelona, la ciudad más culta, cosmopolita, abierta y rica del país.
Pero ahora, a pesar de su belleza, clima, playas o de su calidad de vida, residir en Barcelona es un castigo para los no catalanes que antes se habrían reubicado allí entusiasmados.
“Nos deportan”, protestan los 130 altos funcionarios de la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones (CMT) a los que el Gobierno les ordena trasladarse desde Madrid a la capital catalana como resultado de su primera medida para descentralizar algunos organismos públicos.
Para ellos no hubiera sido deportación si la CMT se hubiera instalado en cualquier ciudad española no gobernada por nacionalistas y filonacionalistas que imponen un idioma autonómico y que definen despectivamente a los no naturales de su territorio: charnegos.
Estos funcionarios pertenecen a una élite técnica que no es madrileña. Proceden de toda España y viven en Madrid el ambiente cosmopolita que parecía caracterizar antes a Barcelona.
Ingenieros, físicos y economistas de altísimo nivel, con hijos en edades escolares, están obligados a trasladarse a un territorio que cultiva crecientemente sus peculiaridades locales endogámicas y castizas, frecuentemente chuscas, que oprimen sin piedad hasta a los niños.
No es la deslocalización de su entidad lo que ha provocado la reacción unánime de estos técnicos, encabezados por su presidente Carlos Bustelo, de origen gallego, sino el irse a un lugar cuyas autoridades les harán sentirse como extranjeros: a ellos, y a sus hijos.
El secesionismo no es necesariamente una separación política radical. Es el separatismo implacable en las relaciones humanas y culturales, y Cataluña se encapsula más y más en sí misma y se va del resto de España, aunque no queramos verlo.