Estamos suicidándonos: el asesinato del director cinematográfico y agitador cultural holandés Theo Van Gogh por un islamista debería de haber despertado al mundo intelectual, artístico y político para reafirmar la defensa de la libertad creativa, pero nadie respetable se ha movido.
Hace unos años, las amenazas de muerte de los ayatolás iraníes contra el escritor Salman Rushdie provocaron la protesta de representantes del pensamiento racionalista del todo el mundo civilizado.
Hoy, un asesinato religioso ritual no ha generado ni un gesto de indignación.
En otros tiempos, en España se vería a Almodóvar, a la familia Bardem, a Llamazares y a Zapatero portando pancartas condenando el fascismo religioso.
Si el asesino hubiera sido cristiano o judío múltiples intelectuales y artistas acusarían a ambas religiones de instigador el genocidio de las libertades, pero como es un musulmán, está amparado con la comprensión.
Porque tras la caída del comunismo hemos adoptado un pensamiento antidemocrático, antisistema, un comunitarismo de tinte religioso para el que el islam, mezclado con confusos izquierdismos, es una respuesta contra el capitalismo.
Está imponiéndose esta nueva izquierda que acepta someterse a sistemas rígidos, a los gulags físicos y del pensamiento, a disciplinas y ritos, tendencia servil fascinada por el Alá más terrible: una izquierda que precisa otro Gran Hermano orwelliano: Alá como Hitler, Stalin como Alá.
El pensamiento racionalista está suicidándose colectivamente, porque si en España la gente del cine y de la cultura ni se inmutó con la muerte de un creador, lo mismo pasó en Europa, e incluso en el siempre alerta Hollywood.
Van Gogh fue asesinado solamente porque denunció en una película de diez minutos la situación de la mujer bajo el islam más estricto: fue degollado tras recibir tiros, cuchilladas y proclamas verbales y escritas del Corán.