Apoyando a sus rivales Nueva York y París, los dirigentes de Esquerra Republicana de Catalunya han reiterado su oposición a que Madrid sea sede olímpica en 2012: agradecen así el entusiasmo madrileño con los juegos de Barcelona de 1992.
¡Cómo odian los nacionalistas radicales la capital española, una ciudad dominada por forasteros, no por madrileños! Porque Madrid está habitada por gentes venidas desde todos los lugares España, incluida Cataluña.
Objetivamente, nadie tiene motivo alguno para aborrecer esa Villa. Se puede detestar a algunos personajes u organismos que la ocupan, pero la metrópoli es un lugar neutro más o menos cómodo o bonito, abierto, libre o divertido.
Pero como extracta todas las Españas, el odio a España se expresa a través de Madrid. Tal es el principal problema de esos odiadores de inequívoco fenotipo: inseguros de si mismos, incapaces de afrontar retos fuera del nido maternal, saben que son ridículos alejados de su cubículo.
Debería tratárseles con cierta piedad, aunque con precaución, como si fueran gatos irritados. Entran y salen acelerados de su corralillo, mientras maúllan agresivamente y le enseñan las uñas al inmenso horizonte: sufren agorafobia.
También odian Madrid porque, como Nueva York o Londres, atrae a los inquietos y audaces poseedores de saberes polivalentes, no localistas. Es meta de políticos, académicos o empresarios; alberga una vida cosmopolita, aunque hostil con los acomplejados que no saben adaptarse.
Inmersos en ese mundo, los nacionalistas radicales no se atreverían a confrontarse con los demás para que no se descubriera que poseen formación castiza y pueblerina: suelen ser solamente filólogos de su lengua vernácula.
Estos agresivos y desconfiados personajes están provocándole un enorme daño a la economía catalana, boicoteada, en respuesta, por aguerridas contrapartes de Madrid y de otras zonas de España.