Cualquier extranjero conocedor de Sigmund Freud que llega a España da unos pasos y pisa con disgusto un país de nuevos ricos, de gentes que van proclamando su fortuna por las calles de sus pueblos y ciudades.
Lo sabe no por su forma arrogante de gastar dinero, que en ocasiones también, sino por el estudiado descuido con el que los españoles van dejando en las aceras excrementos de perros para que los pisen los transeúntes despistados o apresurados.
Es la conclusión a la que se llega tras ver las calles inundadas por esos símbolos de riqueza, según la teoría de la pulsión anal de Freud: las deyecciones están vinculadas al oro.
Que usted se manche con esas muestras de fortuna hace feliz al propietario del animal que las va depositando por el camino, a veces un enorme mastín que vive en un piso de cincuenta metros cuadrados.
En España, y hasta los últimos años 1960 solo tenían perros la nobleza, el clero, la alta burguesía, los campesinos y los cazadores.
La aparición en el tardofranquismo de clases medias trajo miméticamente los animales a las casas. Nuevos ricos y, como tales, sin añeja formación cívica, sin el buen gusto de no exhibir su dinero: por eso los propietarios de los animales no recogen sus basuras.
Los nuevos ricos imitan así a sus compatriotas económicamente más saneados, los catalanes, que se autorrepresentan en los caganers, apreciadas golosinas navideñas que son figurillas de seres humanos en cuclillas durante la acción de depositar su oro, según la teoría freudiana.
El caganer enaltece la riqueza, la fortuna de algunos catalanes frente a los pobres. Es una muestra de triunfo económico que se proclama para envidia de los habitantes de las demás regiones.