Buscaban un lugar en Madrid para presentar el libro “En defensa de Israel” firmado por diecinueve escritores, filósofos y periodistas, pero les cerraron las puertas de los centros públicos como el Círculo de Bellas Artes o la Casa de América.
Si el libro fuera una promoción de Hamas, del wahabismo saudita, de salafistas o de yihadistas, todo habrían sido facilidades.
Pero ellos tuvieron que avisarse unos a otros, como perseguidos, para refugiarse en un hotel: son víctimas del miedo de los españoles a las venganzas islamistas, y del creciente antisemitismo y del odio a Israel porque se defiende implacablemente de las agresiones que sufre desde 1949.
También padecen el complejo de inferioridad que sentimos frente a ellos. Es que crea resquemor ver, por ejemplo, que siendo solamente el 0,25 por ciento de la población mundial, los judíos han recibido el 22 por ciento de los premios Nóbel y que son el 36 por ciento de los Nóbel estadounidenses.
Estos días se festejan las Navidades, que conmemoran el nacimiento de un niño cuya doctrina configuró nuestra civilización. Pero se rechaza ver a ese Jesús como judío. Y lo era.
Realmente, ansiamos que los judíos desaparezcan del planeta: son demasiado creativos, individualistas, cosmopolitas, adaptables, brillantes, cargados de humor sin complejos, quizás el único grupo social capaz de reírse sinceramente de sí mismo y de su mundo.
Percibimos su talento, pero nuestra incapacidad para ser como ellos nos los hace odiosos. Porque nuestras risas son a costa de la viejecita que se cae por las escaleras.
Trabajan duro y suelen salir adelante con imaginación y voluntad, algo de lo que carecemos nosotros con frecuencia: sí, verlos progresar nos los hace insoportables.
Por eso, cuántos demócratas que nosotros conocemos, de derechas e izquierdas, quisieran enviarlos a las cámaras del gas, nuevamente.