Ahora que las encuestas de la OCDE sitúan la calidad de la enseñanza española en los últimos puestos de sus países miembros, las autoridades deberían aceptar una sencilla verdad: que si el franquismo fue malo para la educación de los jóvenes, el virulento antifranqusmo que impregnó los planes de estudios posteriores resultó igualmente pernicioso.
Porque frente a la férrea disciplina escolar que le imponía la dictadura, la democracia creó un sistema radicalmente opuesto: laxo, no competitivo, descomprometido, localista y desordenado, que es lo que hay ahora.
No se puede tener una juventud brillante y voluntariosa si se la orienta hacia la diversión, al mínimo esfuerzo, y si se obliga al estudioso a seguir el ritmo del vago.
España es un país en el que la baja formación escolar se debe a que los traumatizados por el franquismo hemos creado para nuestros descendientes un género de vida y de pensamiento que considera la voluntad y el esfuerzo símbolos del totalitarismo.
"La perfección es fascista”, dijo en una frase histórica Javier Solana, que fue ministro de Educación, en los años en los que el profesor Tierno Glaván encantaba a los jóvenes al invitarles “a colocarse, y al loro”.
La gente cree que en el franquismo solo se estudiaba Formación del Espíritu Nacional o Religión. Tendemos a olvidar que la educación totalitaria de 1940 fue evolucionando hacia un sistema bastante liberal en 1970, con excelentes temarios de latín, matemáticas, filosofía, historia universal, gramática, literatura, física y tantas otras asignaturas imprescindibles, algunas desaparecidas hoy.
Alguien tiene que proclamar que el antifranquismo educativo, que aún nos domina, es tan malo como el franquismo, y que deberían establecerse vías intermedias para evitar que sigamos creando nuevas generaciones de ignorantes.