Buena la ha armado el arquitecto Santiago Calatrava al proyectar la erección de un obelisco de 120 metros de altura y seis de anchura en la Plaza de Castilla de Madrid, entre dos rascacielos inclinados uno hacia el otro.
Es un tótem de hormigón a cuyo alrededor oscilan con movimientos musculares como de hula-hop varios troncos de cono contrapuestos envueltos por aros de bronce.
Es un claro símbolo fálico: un tótem. Antiguamente se le ofrecía culto a estos monumentos; aunque lo niegue el feminismo radical, que decidió que la antropología y el psicoanálisis deberían cambiar, porque era falsa la idea de Freud en “Tótem y Tabú” (1913) de que la mujer envidia el símbolo de la masculinidad y sufre complejo de castración.
Buena la ha armado Calatrava al decir que su obra “tiene la masculinidad de la vertical y la feminidad del movimiento”. Es, efectivamente, una cópula, un acto de procreación metálica, exhibicionista y permanente, cuyo clímax expele una lámina de agua.
Está visible que Calatrava presenta ese momento de la fecundidad en el que el tótem se funde, según interpretaba Swaiertzen, con el tabú, la parte prohibida, secreta y oculta.
El nuevo distintivo madrileño es denigrante, dicen el feminismo y la beatería puritanas, unidas crecientemente en su rechazo al hombre, y que niegan además que la mujer sienta atracción por el tótem.
Los transexuales, sin embargo, creen que el obelisco de Calatrava representa a los andróginos griegos, hermafroditas dotados de ambos sexos, cuatro brazos, cuatro piernas y dos rostros semejantes y contrapuestos, uno masculino y otro femenino.
Pero las feministas más radicales, monjas de la postmodernidad, insisten: hay que erradicar los obeliscos. Los consideran un insulto, aunque representen el espíritu de la reproducción desde que los humanos existen.