Pobres poetas buenos: necesariamente pícaros como Quevedo, desesperados, como Espronceda, dignamente hambrientos, como Valle, dando sablazos, como Botín, apaleados, como Antonio Gracia.
Gracia es un gran poeta, un místico reconocido por los amantes de la gran poesía, pero que, como todos, también necesita dinero, maldito desvarío que de alma excelsa lo ha tornado en infame egoísta, según sus celosos rivales.
“En busca de mí mismo, me he perdido/ en las sendas del tiempo, y mi cadáver,/ ajeno a su naufragio, me persigue/ con su epitafio y su desolación", dice en una de sus obras, Agnagnórisis.
Y, en efecto, se perdió: hace unos días ganó el Premio de Poesía Loewe, dotado con 16.500 euros, sustanciosa presea para un intimista profesor de literatura de Alicante casi sesentón.
Tenía ya de antes una larga historia de éxitos, como los premios Paul Beckett y el Mundial a la Poesía Mística, otorgado bajo la bendición de grandes cardenales vaticanos.
Un problema: el poemario reconocido por el jurado de Loewe – tabernáculo de la elegancia española— había ganado ya otro concurso más pobre, 6.000 euros, el José Espronceda, instituido en honor de quien decía que escribir en España era llorar: es que no había manera de cobrar las obras.
Así que su “Devastaciones, sueños” había obtenido el Larra y mereció también el Loewe, hasta que esa casa tan exquisita se enteró y le quitó el galardón porque no podía concurrir a los dos concursos con los mismos textos.
Gran escándalo literario: ahora quieren quitarle también el Larra y el pobre poeta debe sentir que “en busca de mi mismo, me he perdido”, como decía en Agnagnórisis.
Alejándose los honores y el dinero, acosado por poetas resentidos y más pobres, escribir en España es llorar y recitar “naufragio, epitafio, desolación”.