Hace ahora dos años que se hundía el petrolero Prestige cargado de chapapote. Provocó la mayor catástrofe ecológica conocida en el Atlántico y generó una gigantesca movilización de ciudadanos que acudieron a limpiar la costa gallega de unas 70.000 toneladas de aquel negro contaminante.
La mayoría seguía las emotivas peticiones de solidaridad de “Nunca Máis”, una eficaz organización inspirada por el Bloque Nacionalista Galego (BNG), pero independiente de él.
Al culpar al Gobierno del desastre, las protestas obligaron a Aznar y a la Xunta de Galicia a reparar en lo posible los daños, y a garantizar que corregirían el abandono histórico que sufría la región.
Puertos, carreteras, infraestructuras, el gran “Plan Galicia” iba a revolucionar el país, reducir la distancia que lo separa de la España rica, y que hace que su renta sea solo del sesenta por ciento de la media histórica europea.
El Partido Socialista y el BNG protestaron al unísono porque aquellas inversiones aún eran pocas, y siguieron presentando mayores reclamaciones. Hasta que Zapatero ganó las elecciones.
El “Plan Galicia” es un pacto de Estado, no de un gobierno u otro. Pero comenzó a desvanecerse. Se le desprecia o evita decirse su nombre. Especialmente la ministra de Fomento, Magdalena Álvarez.
El PP ruega cándida, cansina y desangeladamente su cumplimiento. El BNG, el nacionalismo gallego, está desorientado: el Gobierno Zapatero le ha entregado servilmente a otros nacionalistas, especialmente a Ezquerra Republicana de Catalunya, las inversiones que le ha quitado a Galicia.
“Nunca Máis” es poco más que recuerdo. Proclamaba que “nunca máis” dejaría que alguien engañara a Galicia. Había creado espíritu insurgente, pero vuelve a la triste leyenda de la resignación gallega. No quiere enfrentarse, como hizo con el PP, a un gobierno que miente y menosprecia sañudamente a Galicia.