Uno se pone a pensar en las personalidades españolas vivas que podrían presidir una III República y se desmoraliza porque ninguno obtendría hoy el aprecio general del país: nadie aceptaría clones de Aznar o de Zapatero.
Algunos intelectuales como Juan Goytisolo sostienen insistentemente en los medios informativos la conveniencia de instaurar una república, a pesar del final de las anteriores; especialmente dramático el de la II.
Recuerdan que es un régimen más moderno y democrático, y que muchos actos de la Monarquía resultaron nefastos, especialmente entre Carlos IV y Alfonso XIII, ambos inclusive.
Pero en la España actual no parece que una república sea mejor solución que una monarquía dotada de más de sentido común que la mayoría de los políticos de cualquier ideología.
Casi sin darnos cuenta, la Monarquía está evitando las graves crisis a la que nos conducen los exacerbados nacionalismos interiores, las encolerizadas doctrinas rivales y los dirigentes populistas, frívolos y adolescentes, que nos tutelan.
Es que ni siquiera tenemos un personaje respetable comparable al presidente de la II República, Manuel Azaña, un honrado intelectual que resultó un eunuco político ante una mayoría de diputados y sindicalistas que azuzaban los odios que condujeron a la guerra civil.
Muchos dirigentes actuales de distintas administraciones locales, autonómicas y estatales nos llevarían a otra conflagración, si les dejáramos.
Por eso, unos reyes con oficio, buenos profesionales, que respetan los secretos de Estado, que no han nacido para representar una región o unos intereses ideológicos fragmentarios, son unos notarios ecuánimes, mucho más valiosos que una república de iluminados.
Mundo adelante, y llamados por dirigentes extranjeros, tienen que andar ahora los Reyes de España tratando de reparar las gravosísimas averías que va sembrando la torpeza de nuestros gobernantes.