Se presentan como intelectuales antifranquistas, antiimperialistas, enemigos de la opresión capitalista. Apoyan a Fidel Castro y a Chávez como símbolos de la perenne rebeldía antiyanqui.
Son los últimos franquistas. Viven para denostar a Franco, cobran por ello, y alimentan cuidadosamente su recuerdo: mejor que los pocos fieles que conmemoran los 20 de noviembre; 1975, pleistocénica fecha de su fallecimiento. En cama.
Añoran sentir la excitación de su leve oposición, que les permitía aparecer como inconformistas. Aunque generalmente recibían su salario de oficinas al servicio del régimen: ¡ay, si Fraga Iribarne hablara!
Esa oposición meliflua les permitió acumular rentas políticas. Nadie se atreve o quiere recordarles que el franquismo los mantenía para demostrarle al mundo que tenía disidentes a los que no fusilaba, y que incluso aparecían en organigramas como el Instituto de Cultura Hispánica: poetas, articulistas, periodistas, editores.
Esos disidentes se exhibían en París, Roma, Londres o el Tánger todavía internacional. Así afianzaron pasivamente a Franco, le dieron perdurabilidad, porque en España nunca hacían una obstrucción frontal a su sistema.
Entre tanto, el orgulloso pueblo español del pasado se había acobardado con las crueldades de la guerra civil y, humillado, se adaptó al ritmo de apertura que el general quiso darle a su régimen.
Luego, estos intelectuales se encargaron de atribuirse, con Franco muerto, falsas heroicidades, y ahora añoran la dictadura que conocieron, porque “contra Franco vivíamos mejor”, como dijo en su mejor frase Manuel Vázquez Montalbán.
Con sus peroratas y escritos resucitan el espíritu del franquismo que tanto bien les hizo. Furibundos fidelistas ahora, creen que el tirano hace franquismo, y por eso lo defienden. Con similar fascinación siguen a Hugo Chávez.
Son los últimos franquistas. Románticos, añoran el martirio de las largas noches de Oliver y Bocaccio conspirando güisqui hasta caerse.