Ocho de cada diez mujeres aborrecen su cuerpo, afirma una encuesta, cuya noticia ha provocado innumerables análisis y profundos editoriales condenando la esclavitud del culto al físico y a la coquetería.
Piernas, vientre, pecho, rostro, patas de gallo: el ochenta por ciento de las mujeres creen que son un desastre lastimero, solo disimulable con cirugía y carísimos afeites.
Los encuestadores únicamente suelen entrevistar a mujeres. Si preguntaran a los hombres llegarían a las mismas conclusiones. Porque cuando los hombres nos comparamos con otros ejemplares de sexo masculino sentimos el mismo decaimiento que las mujeres.
Aunque no lo digamos para no parecer gays, envidiamos a esos tipos tan impresionantes y seductores que, no hay más que verlos, están siempre rodeados de señoras perfectas que no deben saberlo, porque el ochenta por ciento de ellas se cree manifiestamente mejorable.
Con exquisitez puritana se acusa a la publicidad y a la sociedad de consumo de crear complejos patológicos en los seres humanos, pero no es eso, porque hasta las aves embellecen para cautivar a su pareja: es la naturaleza la que hace a los animales más inteligentes y a veces hasta más atractivos que otros.
La biología creó unos modelos ideales, los clásicos grecorromanos, que ahora son los admirados metrosexuales. Suelen aparearse físicamente con las mujeres más hermosas. El poco agraciado raramente conquista a una beldad, y viceversa, sin no hay capital o alguna característica sobresaliente por medio.
Se comprueba empíricamente observando a los deportistas de mayor éxito: esas magníficas máquinas, coquetos sementales selectos, siempre tienen a su lado a las más hermosas y sugestivas reproductoras posibles de nuevos y bellos ejemplares de humanos.
Selección de especies. La biología. Por ella existimos, y también por ella somos asquerosamente envidiosos. Debería haberlo dicho Darwin.