Seis asesinos históricos de ETA ahora en prisión, pero que en libertad vertieron ríos de sangre humana con crueldad infinita, le piden ahora a sus seguidores que dejen de matar porque, según reconocen, han perdido su guerra contra la democracia.
Lo hacen en una carta escrita este verano, cuando su mafia estaba ya en desbandada. Piden paz quienes mataron a sus compañeros que pensaban lo mismo que ellos ahora, y tras casi un millar de asesinatos, algunos tan sádicos como los degüellos islamistas.
No están arrepentidos del daño que produjeron, sino que ven que se retrasará su libertad si sus camaradas siguen matando: siempre estuvieron seguros de que una vez que abandonen las armas saldrán de la cárcel tras proferir hipócritas promesas de paz.
La carta de los etarras aparenta su rehabilitación, y permitirá que sus abogados y el PNV exijan que se les adelante el tercer grado penitenciario; preparando estas demandas, el obispo Setién acaba de recomendar el ejercicio de la resistencia civil, de la insurrección ciudadana.
Cobardes terroristas y aliados: derrotados, proclaman una rendición sórdida y miserable, sin la nobleza del arrepentimiento, con la desvergüenza de no querer pagar las consecuencias de sus actos.
Ahora apoya a estos exangües pistoleros no solo el nacionalismo, que siempre los consideró hijos traviesos, sino también Jesús Eguiguren, el presidente actual de los socialistas vascos: pide que se reduzca la presión político-legal que los ha vencido.
Este hombre, que estuvo procesado por malos tratos a su mujer, se mantiene misteriosamente como dirigente del partido que ha legislado duramente contra gente como él.
Bajo la dirección de alguien de la catadura de Eguiguren se entiende la desmoralización de tantos socialistas vascos que sufren malos tratos y acosos mortales, físicos y morales del nacionalismo.